Fecha: 23/07/2014
Nombre: Saida
F. Q.
Ubicación: Las
Palmas de Gran Canaria
Desde niña guardo el recuerdo de una sensación
desagradable en la mandíbula, sentía que una presión fuerte la desplazaba... Me
acurrucaba en un sillón hasta que aquello cesaba. A los doce
años tuve mi primera migraña. Entonces no imaginaba que me aguardaban
trece largos años de molestias físicas, de visitas médicas y pruebas
diagnósticas, de incomprensión…
A los dolores de cabeza, que padecía con demasiada
frecuencia, se fueron sumando poco a poco una gran cantidad de síntomas físicos
para los que nadie encontraba una explicación lógica: fuertes mareos continuos
y falta de equilibrio; mucha presión en la cabeza; dolores y
debilidad muscular en gran parte del cuerpo; cansancio extremo; rigidez y
torpeza mañaneras; dolor constante en el cuello y hombros; hormigueo en los
brazos y en los pómulos (sufrí una parálisis facial periférica en el lado izquierdo);
intolerancia a luces y ruidos; visión borrosa y quemor en los ojos; molestias en los oídos (ruidos y taponamiento);
dificultad al hablar, con la sensación de no poder vocalizar bien y de tener la
«lengua tonta»; falta de concentración; ardor en el cuero cabelludo; síntomas gripales
frecuentes…
A pesar de las complicaciones físicas, durante mi
adolescencia fui una chica activa, llevaba bien mis estudios y los compaginé
durante años con clases de teatro y de baile (la pasión por estas actividades
era tan grande que me enfrentaba sin miedo a las dificultades). Hasta que en mi
época universitaria comenzó a complicarse mi estado: me dolía todo el cuerpo;
no tenía buena concentración y me costaba retener información, por lo que temí
por mis estudios; tuve que abandonar mis clases de baile porque ya no
encontraba la energía suficiente, y porque el mareo con el que vivía me causaba
mucha inestabilidad; con gran dolor tuve que renunciar también a las clases de
teatro y a las actuaciones, a pesar de que eran mi vida y las necesitaba; poco
duraron mis primeras clases de canto en las que tanta ilusión había puesto, los
ejercicios que hacíamos me producían mucho malestar físico y los mareos
aumentaban (y yo sufría, como en tantas otras situaciones, al no poder explicar
a todos que se equivocaban, que no se trataba de miedo ni de falta de madurez);
dejé de conducir; tenía miedo de ir sola por la calle porque me sentía
completamente nublada, y a menudo precisé la ayuda de mi madre… Mientras tanto,
ambas no cesamos en el empeño de que algún especialista supiera ayudarme y
darme un diagnóstico para tanto malestar: neurología, traumatología, medicina
interna, endocrinología, otorrinolaringología, cardiología, aparato digestivo…
Cansada de escuchar decir a un médico tras otro que mi problema era
psicológico, decidí acudir a terapia, y consulté mi caso con varios psiquiatras
que me sometieron a tratamientos farmacológicos que nada hicieron por
mejorar mi condición. Nuestro propósito se resistía, y yo comencé a tener
miedo. Ya eran muchos años de visitas a médicos que, incluso, osaron desconfiar
de mi testimonio y hacerme creer y asumir un desorden psíquico inexistente, que
tantas veces me hicieron llorar y hundirme por la impotencia… Aún me impresiono
al recordar, por ejemplo, lo difícil que muchas veces se me hacía mantener una
conversación con alguien, porque me sentía tan confusa a causa del mareo que
perdía la noción del tiempo y el espacio, y me agotaba luchando por estar
presente y disimular mi estado. Estado que nadie habría sospechado pues, como
incluso me decían los médicos, «se me veía muy bien».
Gracias a Dios terminé mi carrera, y
en el año 2007 marché a Madrid con la ilusión de retomar mis estudios de
arte dramático y buscarme la vida, de modo que tomé la decisión de llevar mis
malestares en silencio por miedo a la incomprensión social (que ya conocía) y a
perder oportunidades de trabajo. También quise enfrentarme a mi cuerpo y volví
al baile. Y, mientras, retomé mi lucha y visité sin éxito a más especialistas.
Acabé por aceptar que las migrañas eran herencia de mi padre, y que las
complicaciones que estaba experimentando en los últimos años respondían a
alguna enfermedad rara y debía integrarlas en mi vida como algo normal. Y así
fui agregando síntomas a mi lista de «molestias normales», hasta que me cansé y
no quise aceptar más, estaba convencida de que tenía un problema físico real y
necesitaba descubrirlo. Sabía que me volvería loca de no conseguirlo. Yo
temía que mi mal fuera un tumor cerebral pues, aunque ningún médico
hallaba nada extraño en las exploraciones, yo me encontraba cada vez
peor. Y, ocultando a todos mi realidad, trabajé con voluntad durante tres
años, hasta que decidí confesar que algo no iba bien. Ya había sumado a mi
historial fuertes cuadros de ansiedad y ataques de pánico, producto del
agotamiento y el miedo acumulados.... En junio de 2010, mi médico de cabecera
me firmó una baja laboral por depresión (aun sabiendo que no era ese el
motivo), dado que dos años estudiando mi caso le hicieron concluir
que «con el tiempo, al hacerme mayor, se me pasaría». Y con un traslado de
expediente llegué a Las Palmas para estar con mi familia. Estaba
convencida de que algo iba a suceder pero me equivocaba en el presentimiento.
Mi miedo era la muerte pero no me aguardaba otra cosa que vida y felicidad. Un
día sentí que mi mandíbula estaba «atascada», no podía articular bien, y
me asusté. Pedí cita por urgencia a un estomatólogo, el Dr. José Juan
Megías Rosales, quien por fortuna supo identificar al momento mi problema
y me remitió al Dr. José Larena-Avellaneda Mesa. Recuerdo mi primera
consulta en su clínica, no salía de mi asombro, estaba nerviosa por la
emoción. Tantos años, tantos médicos, tantas pruebas, tanta decepción… Y de
pronto todo estaba ahí, «del cuello para arriba». Así fue como el Dr.
Larena me pidió que describiera los síntomas que tenía. Nunca hubiera imaginado
que la lista fuera tan extensa, y jamás se me habría ocurrido pensar
que el problema estaba en mi mandíbula… Hasta que en ese momento tomé
conciencia. Era el primer médico que de verdad me quería escuchar, que me
comprendía y quería que yo me comprendiera, que supo describir mi sufrimiento
mejor de lo que podría haberlo hecho yo misma. Tras la exploración, el
doctor me explicó que padecía Síndrome del Compromiso Mandibular (CAT)
bilateral y Síndrome del Músculo Temporal (SMT). Comenzó mi tratamiento con un
tallado de los dientes para lograr un equilibrio oclusal, y me indicó varios
hábitos posturales y de masticación que debía corregir de inmediato. Así
comenzaron a desaparecer síntomas con una rapidez asombrosa. Durante un tiempo
usé una placa equilibradora que evitaba que adelantara la mandíbula, y hubo que
completar el tratamiento con la extracción de molares y de hueso de la parte posterior del maxilar superior. De
este modo, me desaparecieron en muy poco tiempo las cefaleas y migrañas, los
mareos, los dolores musculares, recuperé reflejos faciales que no sabía que
había perdido (como el reflejo del vómito, por ejemplo, algo que me impresionó
mucho), comencé a sentir que me llenaba de energía... Me equilibré por completo
(incluso el estómago, que durante años me dio muchos problemas, volvió a
estabilizarse). Afortunadamente, nunca perdí la ilusión, pero desde
entonces tengo, además, calidad de vida. Y aunque los años no
regresan y es imposible rescatar el tiempo perdido, he recuperado lo que más
ansiaba: mi vida.
Si bien se repiten ideas que ya he descrito
anteriormente, quiero terminar mi testimonio con unas palabras extraídas de un
mensaje de agradecimiento que envié al Dr. Larena al poco tiempo de comenzar el
tratamiento:
(..) Le
doy mil gracias porque el día que le conocimos mi madre y yo nos dijimos: «se nos ha aparecido un ángel». Ha habido
miedo, prudencia, pero nunca desconfianza, pues nadie me había dado jamás la
tranquilidad que usted me ha sabido dar (…) Me entristece pensar en los trece
años que he vivido luchando, con el único apoyo de mi madre y la incomprensión
de todos los demás; en todo lo que hoy no sé porque mi tiempo se perdía en algo
que nadie sabía; en lo tonta que me he sentido en mis años de estudio, a pesar
de mis buenas notas, por la falta de concentración y el agotamiento extremo; en
toda la actividad que tuve que abandonar; en el silencio que decidí guardar
desde que hace tres años marché a Madrid con la promesa de no volver a
mencionar nunca el tema, de no dejar que nadie supiera de mis problemas, de
intentar no ser la misma niña rara de siempre a ojos de nadie más. Y nunca
hablé, nunca pude explicarme porque no había explicación, porque había miedo,
porque estaba agotada de tanta incomprensión, agotada de mi misma. Ahora, el
bicho raro puede sentirse confiado, hable o prefiera no hacerlo, y feliz. Así
que, como ya habrán hecho muchos pacientes, le doy las gracias, de corazón, por
su trabajo bien hecho, por creer en él, por su entrega como especialista y como
ser humano (…).
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